Quizás Alberto Giacometti, el magnífico artista suizo, haya estado en la India.
O quizás no.
Pero no cabe duda de que los perros de sus famosas esculturas guardan un parecido asombroso a los canes indios.
Uno de estos perros se levanta al alba y recorre las calles del centro de Calcuta, donde cientos de personas, ancianos, jóvenes y niños, duermen en las aceras, en posiciones inverosímiles, cubiertas por viejas mantas.
Un perro de ojos húmedos y legañosos, de piel apolillada y desteñida, que avanzan con dificultad, arrastrando una pierna, temblando por el esfuerzo.
Un trémulo hilo con cuatro patas, un rabo oculto entre las piernas, y dos orejas tristes, vencidas, dobladas sobre sí mismas, como las alas de un sombrero mojado. Un esbozo de perro.
Se detiene frente al área de comidas del New Market. Allí, los comerciantes, que abren las persianas de metal de sus tiendas, lo echan a patadas.
Resignado, el perro de Giacometti camina entre el escaso tráfico. Taxis descascarados, que avanzan pesados como lanchas, y esos vehículos que sólo subsisten en Calcuta, los rickshaw. Un hombre en los huesos, descalzo, que tira de un carro de madera en el que viajan uno o dos pasajeros.
Termina su periplo en un basural, entre ratas, cuervos y niños andrajosos que han madrugado para buscar algo de comer. Hunde el hocico en los desperdicios y levanta la cabeza. Se le ha quedado pegada una cáscara de banana.
Observa a la nada con expresión cansada, ausente.